Solía ser feliz en la casa de los Hondaro, hasta que llegó a vivir doña Enriqueta, madre de la señora Silvia de Hondaro.
La verdad, Enriqueta era una anciana encantadora. Arrugada de tanto reir y siempre dispuesta a compartir algo de su sabiduría con sus adorados nietos, Carlos y Enzo.
Pero la odiaba.
La aborrecía a pesar de que siempre me daba propina de más los sábados en la noche, antes de que viajara a mi pequeña casa para ver como estaba Clocló (mi canario), para volver el lunes en la mañana y ejercer mi labor de empleada en la casa de los Hondaro. Realmente la repugnaba.
A veces me contaba unos chistes que me hacían soltar una risotada, y me ayudaba en la cocina. Pero su aroma... ¡¡Ese maldito olor a lavanda seca!!¡¡El mismísimo olor que tenía impregnada en la piel mi difunta madre!! Esa mujer que me pegaba cuando volvía borracha de la casa de algún cliente (era prostituta). Una vez se ausentó por dos semanas y me dejó encerrada en la casucha aromatizada con lavanda seca y tuve que romper una ventana para poder mendigar algo de comida... Tenía seis años.
Y ahora a mis 28... He vuelto a oler ese condenado aroma.
Comprenderá usted lector, que no podía convivir yo con la vieja Enriqueta. Así que... ¿Renuncié a mi trabajo?... No...
Mientras Enriqueta dormía la siesta, y el señor y la señora Hondaro paseaban en el parque con sus dos hijos, mis manos llegaron lentamente al cuello de la vieja, y antes de que despertara, apreté su tráquea para que dejara de respirar... Fue un martirio para mí estar tan cerca de ella, oliendo el hedor a lavanda seca que emanaba de su cuerpo.
Ahora que estoy en un manicomio me pregunto: ¿Cómo pudieron juzgarme de esa manera? Todo cambia cuando te pones en el lugar del prójimo.
Porque no hay dolor mas fuerte que los malos recuerdos.