martes, 17 de mayo de 2011

Agonía

Detente un segundo y observa su último suspiro... podría ser lo más hermoso y triste que verás en tu vida... o en el día.

Cleopatra ya no quiere más.

Ya no mira al sol con dulzura y vigor. Su lozanía se le ha escapado y el verdor de sus hojas se extinguió dejándola amarillenta como los dientes de un fumador. No brilla a la claridad del otoño, y sus tallos se inclinan con vergüenza porque le ha ganado el frío.
Frío, frío.
El helado viento mordisquea el borde de sus hojas y éstas se doblan y entristecen.
Cada pétalo rosado ahora se posa sobre la almohada de tierra en su macetero de greda y lento, lento se pudren y la envejecen aún más.
Llora, llora Cleopatra. Llora sus flores, su hermosura, su vida.
¿Cómo tan poderosa belleza puede morir?
Las nubes grises se ríen de ella.
Es un león sin su melena. Una cebra sin rayas. Un pavo real sin cola.
Es una planta sin hojas, sin pétalos y sin vida, literalmente.
Frío, frío derrotó a Cleopatra.
El otoño sin compasión le arrancó su último respiro. Yace ahora su esqueleto de celulosa seco incrustado en la tierra fría... fría.

martes, 3 de mayo de 2011

Un lápiz nuevo

Camino a mi casa me fui observando las tiendas de la avenida.
Me llamó la atención una que era sombría, casi imperceptible, y que tenía una letrero con la forma de una inmensa lombriz, asi que, a pesar de que tenía tarea que hacer, entré por curiosidad. El típico sonido de campanitas que suelen hacer las puertas de las tiendas cuando alguien entra, era más bien un ruido de gruñidos a volumen bajo. El vendedor, detrás de una mesa cuya superficie sostenía la caja registradora y algunos artículos baratos, tenía el pelo negro y hasta los hombros, usaba una capa azul marino y un sombrero redondo y abultado del mismo color, que daba a su cabeza aspecto de hongo. Parecía un vagabundo completamente loco.
Vi muchísimos objetos no identificables, y lo menos fantástico que encontré, fue un lápiz a pasta con forma de serpiente, y como llevaba algo de dinero, lo compré.
Cuando estuve sentado en mi escritorio dispuesto a hacer mi tarea decidí usar el lapiz nuevo. Enrosqué la cola de la serpiente para que se descubriera la punta y comenzar a trazar los números de los deberes de matemáticas, pero al presionarlo contra el papel, el lápiz se volvió blando y se deslizó por mis dedos como una verdadera serpiente, hasta trepar a la ventana donde se giró para decirme entre siseos "No se lo cuentes nunca a nadie".
Después de éso se fue, dejándome con un temor inmenso a entrar a tiendas desconocidas.

domingo, 1 de mayo de 2011

¡CABÚM!

Explosión.
Un chisporroteo tal que hasta en la esquina de la cuadra su estruendo se oyó. Hasta más lejos llegó a sonar, pero nadie existía por ahí para que fuera recibido.
Un ultrasonido saliendo de las sienes de la chica que un mensaje en celular ajeno leyó, disgustó hasta la más remota conección de neuronas de su cerebro, la llenó de estúpidos temblores sin fundamento y la hizo botar al piso el plato de comida de su perro.
Deseó ella en aquel momento, no haber estado en sus días, ya que todo, éso lo empeoró. Pero más odioso era, haber estado ofuscada con el personaje remitente del mensaje de celular ajeno que leyó.
Explosión.
Tantas ondas expansivas de odio y decepción radiándola metros y metros, que de los árboles sus hojas cometieron suicidio.
Una fuerza sideral de enojo emanando de la cabeza de la chica, que semanas antes sorprendió al remitente del mensaje de celular ajeno que leyó, buscando a tientas bajo el velador no propio de él, sino que de ella, haciéndola sacarlo de ahí agarrándolo de una oreja, y gritándole una sarta de improperios bien merecidos, según la chica.
Pareció que allí en el pasado, superado habíase aquel acontecimiento, y olvidado tendría que quedar cualquier resquicio de cometer semejante atrocidad de nuevo.
Y... explosión, pues.
Tan fuerte, que morado el cielo se puso y se secó el pasto de su patio y el de todos sus vecinos.
Miles de ondulaciones eléctricas y piróforas escapando del cuerpo de la chica que luego corrió escaleras abajo, una sillita arrimó al refrigerador, y encaramándose para observar su superior superficie se enteró de que no divisó lo que buscaba.
Tuvo certeza de sus sospechas cuando Hugo, dueño del celular de donde la chica un mensaje leyó, salió a toda prisa por la puerta principal y se perdió en la lejanía del fin del pasaje, seguramente a encontrarse con el remitente del mensaje, Francisco.
Estaba todo más que claro para Ana. Sus hermanos menores se habían apropiado de su tesoro escondido.
Ya no tenía más que hacer, y encerróse en su cuarto, maldiciendo cada palabra del mensaje que decía: "Encontré los chocolates de Ana. Nos vemos en la plaza".