La primera vez que lloré, ya era relativamente adulta. Él me contó que habíase levantado tarde para ir a pescar, que su gato-despertador sabía que era un día importante, pero decidió no maullarle esa mañana. A mi me dio una especie de risa interna, pero como él puede leer las mentes, supo que me parecía graciosa la situación, pero no percató que lo que me causaba gracia era que el gato suyo fuera tan pelmazo, sino que pensó que me parecía chistoso que llegara tarde al lago.
A mí no me parecía terrible que se atrasara, de todas maneras es el mejor pescador del mundo, aunque él no lo sepa o se haga el humilde. Yo estaba segura que aunque fuera el último en llegar a pescar, eso no cambiaría su suerte ni sus probabilidades de ganar el pez más suculento y colorido.
Se alejó de mí enojadísimo, me gritó, me preguntó por qué me reía de su desgracia, y no me dejó explicarle. Me rompió la nariz y el corazón de un fuerte portazo.
Luego me llamó desde un teléfono público contándome que había sacado el pez más gordo y que comeríamos rico esa noche. Se debió su suerte a que un afluente de río salado de procedencia desconocida.
Yo había formado ese río de tanto llorar.